Wang Guobao nació
campesino y durante sus primeros 15 años creyó que moriría
campesino. Su pueblo natal, Chaohu, en Anhui, una de las
provincias más pobres de China, mantenía, como el resto de
las áreas rurales del país, un sistema de comunas, las
granjas colectivas que eran el pilar del maoísmo. Pero a
mediados de los 80, el proceso de reforma y apertura que
había dictado el hombre fuerte de la nación, Deng Xiaoping,
ya había logrado entre sus avances el libre mercado para los
productos agrícolas. Las fábricas contaban con más
autonomía. En la costa se habían lanzado las primeras zonas
económicas especiales. El comercio exterior despegaba y
pasaba del 10% del PIB en 1980 al 35% en 1986. Wang empezó a
soñar con una vida mejor fuera de Anhui. A los 18 años, en
1988, ató el petate y se marchó a Pekín.
“Empecé a trabajar en la construcción. Era un sector donde
era fácil colocarse para alguien como yo, sin estudios pero
con muchas ganas de salir adelante”, recuerda. Aquel Pekín
tenía entonces 9,8 millones de habitantes. En toda China, el
PIB per cápita era de 1.154 dólares. Hoy, la capital tiene
una población de más de 21 millones de personas. El PIB per
capita nacional se encamina hacia los 8.000 dólares, y China
es la segunda economía del mundo.
Cambio de modelo
“Uno de los fallos tras la fundación de la República Popular
fue que no prestamos suficiente atención al desarrollo de
las fuerzas productivas. El socialismo significa eliminar la
pobreza. La miseria no es socialismo, y mucho menos
comunismo”, había dicho Deng en 1984. Pero su “socialismo
con características chinas” —o lo que el decano de la
Escuela de Negocios Cheung Kong en Pekín, Xiang Bing,
considera “la adopción del neoliberalismo iniciado por
Margaret Thatcher o Ronald Reagan”— empezaba a mostrar
debilidades en 1988. La corrupción se disparaba. La
delincuencia asomaba la cabeza. Y, sobre todo, comenzaba a
fraguarse una división entre ricos y pobres que, 30 años
después, es uno de los principales males del país.
En este contexto de apertura política y económica,
sentimientos de injusticia social y estancamiento económico
surgió el movimiento estudiantil de Tiananmen en 1989. Su
sangrienta represión convirtió al régimen chino en un paria
internacional. Y las suspicacias creadas en el Gobierno
hacia las reformas que pudieran amenazar su estabilidad
política —sumadas al colapso de los regímenes comunistas en
el resto del mundo— estuvieron a punto de dar al traste con
el proceso de transformación económica. Deng optó por enviar
una señal, su célebre “viaje al sur” en 1992 a las zonas al
frente del cambio de modelo económico (Shenzhen, Cantón,
Zhuhai y Shanghái). El mensaje estaba claro: las reformas
iban a continuar adelante.
Wang se benefició del nuevo rumbo casi de inmediato. En
1993, junto a su flamante esposa, cocinera profesional,
aprovechaba las nuevas facilidades para el sector privado y
abría un restaurante en lo que entonces era el extrarradio
de Pekín y hoy es prácticamente el centro. “Fue un éxito. La
gente venía especialmente de otros barrios, porque los
fideos de mi mujer se habían hecho famosos”, recuerda con
una sonrisa.
En el Gobierno Jiang Zemin, el sucesor de Deng, fue escogido
por su mentor precisamente para que continuara el camino de
las reformas. Su primer ministro, Zhu Rongji, sentó las
bases para lo que sería el espectacular crecimiento de la
siguiente década. Se privatizaron —o desaparecieron, por
económicamente inviables— miles de empresas públicas. Se
controló la inflación y se redujo la burocracia.
En 2001, y tras años de negociación, China daba un nuevo
salto en su desarrollo económico: la República Popular aún
nominalmente comunista ingresaba en la Organización Mundial
de Comercio.
La fábrica del mundo
Para 2005, se había convertido en la fábrica del mundo
gracias a una ingente fuerza laboral, sueldos bajos y
mercados deseosos de vender recursos al gigante asiático y
comprar sus productos. El profesor Xiang cita otro factor:
el desarrollo de Internet, que “redujo las asimetrías al
hacer mucho más fácil para las empresas chinas el aprender,
o el emular a otras”. China producía entonces el 75% de los
juguetes mundiales, el 29% de los televisores, el 24% de las
lavadoras y siete de cada 10 encendedores.
Millones de inmigrantes del interior, jóvenes sobre todo,
deseosos de seguir el mandato que proclamara Deng años atrás
y alcanzar la gloria de ser ricos, se desplazaban para
trabajar en los centros manufactureros de la costa. Las
ciudades se expandían de modo exponencial: en 30 años, el
porcentaje de población urbana ha pasado del 23% al 54%.
Según datos de International Cement Review, solo entre 2011
y 2013, el gigante asiático usó más cemento que Estados
Unidos en todo el siglo XX.
El aumento en su clientela debía haber beneficiado a Wang.
Pero ese boom urbanístico se llevó su negocio por delante.
En 2004 le expropiaban su restaurante para dejar sitio a un
centro comercial, uno de las docenas que se han multiplicado
en Pekín en el último par de lustros. Volvió a intentarlo.
En 2007 le obligaron a cerrar de nuevo, para levantar otro
bloque de edificios. “Nos quedamos sin dinero para volver a
probar una tercera vez”, rememora.
No le fue difícil, al menos al principio, encontrar otros
trabajos, “de camarero, recadero, haciendo reparaciones…”,
explica. El mandato de Hu Jintao (2003-2013) estuvo marcado
por un crecimiento económico sin precedentes, con una tasa
media del 10,4% anual. Tras la entrada en la OMC, el país se
benefició enormemente del empuje que trajeron los Juegos
Olímpicos de Pekín en 2008 y la Exposición Universal de
Shanghái en 2010.